miércoles, 28 de noviembre de 2012

Miquel Bassols: La epidemia silenciosa



















Artículo publicado en el dossier La epidemia silenciosa del suplemento Cultura/s de La Vanguardia, del 28 de Noviembre de 2012.

Palpitaciones, sudor frio, escalofríos, temblores, mareo, ahogo, nudo en el estómago, sensación de locura, de muerte inminente… Son los signos más visibles del cuadro clínico denominado “trastorno de ansiedad”, en cuya clasificación encontramos desde el panic attack, pasando por el stress, hasta las fobias más diversas. Se ha convertido hoy en uno de los diagnósticos más comunes, asociado muchas veces al de depresión, hasta el punto que ha merecido el título de “la epidemia silenciosa del siglo XXI”. Tal como nos recuerdan los gestores de la salud, es hoy una de las causas más frecuentes de baja laboral. Frente a su avance, tan sutil como imparable, se ha ido desplegando un amplio arsenal terapéutico: psicoterapias de diversas orientaciones, con técnicas de sugestión, ejercicios de relajación y de respiración, de confrontación y exposición repetida al objeto temido… Todo ello acompañado de la oportuna medicación con ansiolíticos, cuyo consumo ha aumentado en las últimas décadas de modo exponencial. Resultado: si bien se consiguen por una parte algunos efectos terapéuticos, pasajeros con demasiada frecuencia, por la otra la epidemia sigue avanzando de manera impasible, desplazándose de un signo a otro, como un alien que siempre sabe esconderse en algún lado de la nave vital del sujeto para reaparecer, poco después, allí donde menos se lo esperaba. “Ya no tengo tanto miedo a volar en avión —me decía una joven que había utilizado uno de dichos métodos—, pero ahora siento un vacío tremendo cada vez que debo separarme de mi madre”. “Es una espada invisible que me atraviesa el pecho” —me decía un hombre— y era, en efecto, una espada de sinsentido que hendía cada momento de su vida cotidiana.
Constatamos entonces este hecho: cuantos más efectos “terapéuticos” se intentan producir directamente sobre los signos manifiestos de la epidemia, más ésta retorna con signos nuevos. Y retorna para dejar al descubierto una experiencia que transcurre en silencio, una experiencia singular e intransferible que ya desde hace tiempo se ha llamado con este término: la angustia. La experiencia subjetiva de la angustia es, en efecto, distinta e irreductible a ninguno de los signos que intentan describirla y que solo nos indican algunas de sus manifestaciones. La experiencia subjetiva de la angustia permanece en el silencio más íntimo del sujeto como algo indescriptible, sin concepto, no se deja atrapar por gimnasia mental alguna, por ninguna sugestión más o menos coercitiva ante el objeto que la causa. Más allá de los signos en los que se expande la “epidemia silenciosa”, el silencio de la angustia es, él mismo, un signo fundamental que recibe el sujeto desde su fuero más íntimo con estas preguntas: ¿qué quieres? ¿qué eres finalmente, tanto para aquellos a quien quieres como para ti mismo, una vez confrontado a ese silencio que te agita ensordecedor? El signo de la  angustia toma entonces un valor de agente provocador, de esfinge que plantea a cada sujeto la pregunta más certera sobre su ser y su deseo. Tantos ideales largamente sostenidos y esa pregunta había quedado enterrada bajo su excesivo ruido.
La angustia se manifiesta entonces como el signo de un exceso, de un “demasiado lleno” en el que vive el sujeto de nuestro tiempo, inundado por la serie de objetos propuestos a su deseo. Es el signo de que hace falta un poco de vacío, de que “hace falta la falta”, como decía hace tiempo el psicoanalista Jacques Lacan en su Seminario dedicado por entero a ese extraño afecto, “La angustia”.
Es interesante subrayar que la ciencia de nuestro tiempo ha detectado este exceso por su otra cara, más bien como un defecto, como una insuficiencia. Lo ha detectado en el denominado “retraso genómico” del ser humano, como la razón última de los crecientes signos de su ansiedad. ¿En qué consistiría este “retraso”? La civilización humana habría transformado el mundo con tal rapidez que nuestro soporte genético no habría dispuesto de tiempo suficiente para adaptarse a él. El reloj de nuestro organismo tendría así un retraso genético, anclado como estaría en sus respuestas a una realidad que ya no existe.  Diremos por nuestra parte que solo puede entenderse este “retraso” si lo consideramos con respecto al tiempo subjetivo que podemos definir como el tiempo de lo simbólico, el tiempo de una civilización que exige una satisfacción inmediata de las pulsiones, el tiempo de un mundo que exige cada vez más rapidez, más satisfacción inmediata, siempre un poco más.... —Dios mío, dame un poco de paciencia, ¡pero que sea ahora mismo!— decía una historia que sigue la misma lógica que el sujeto que llega hoy angustiado a nuestras consultas. Este rasgo de urgencia temporal, de “ahora mismo”, tiene su traducción en un rasgo espacial, en un “demasiado lleno”. La realidad de la angustia es así una realidad a la que parece faltarle el vacío necesario para que este exceso no termine con su propia existencia, con su cohorte de objetos virtuales donde todo debe estar al alcance de la mano, sí, ahora mismo. Deberíamos entender entonces el efecto llamado “retraso genómico” más bien como un efecto invertido de este exceso, producto él mismo de nuestra civilización, de su maquinaria simbólica. Es a este exceso de “ruido” al que responde el silencio ensordecedor de la angustia de un modo singular en cada sujeto. Y ante él, parece tan inútil huir como intentar adaptarse con formas más o menos coercitivas, más o menos sugestivas, que lo desplazan siempre hacia otro lugar.
La angustia, inevitable, hay que saber atravesarla tomándola como signo de la pregunta radical del deseo de cada sujeto sobre el sentido más ignorado de su vida. Pero para responder a esta pregunta, primero hay que saber dar la palabra al silencio de la angustia, hay que hacerla hablar en cada sujeto, uno por uno. Cosa nada fácil en un momento en que sobran consignas y protocolos para silenciarla de nuevo. Solo desde ahí, sin embargo, la angustia nos librará el sabio secreto del que es respuesta, aunque siempre sea con su tiempo de urgencia precipitada. 

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