domingo, 20 de marzo de 2016

La Gratitud un valor clave

Gracias!  Esta palabra probablemente fue una de las primeras que usted dijo.  En prácticamente todos los idiomas, “gracias” es parte del vocabulario básico. Con excepción de aquellos que tienen deficiencias auditivas o verbales, no es difícil pronunciarla. Pero hay mucha dife­rencia entre tener la capacidad de decir “gracias” y tener realmente un corazón agradecido. ¿Qué lugar ocupa la gratitud en su lista de virtudes cristianas?
En un repertorio que debería incluir cosas como fe que mueve montañas, obediencia radical, longanimidad paciente y el sacrificio de la segunda milla, para muchos, la gratitud es como un comple­mento opcional. Agradable si se la puede recibir, pero sin ninguna incidencia en el buen desarrollo de la vida.
Si en nuestra mente hubiera una escala de A, B y C de las carac­terísticas cristianas, es probable que la gratitud ocupe uno de los niveles más bajos, junto a la hospitalidad, el entusiasmo y asistir a la iglesia los domingos a la noche. Pensamos que la gratitud podría estar incluida en los modelos de lujo, pero que definitivamente no se incluye en el paquete básico, ni siquiera en la misma categoría de esas otras piezas más importantes de cristianos fuertes.
Y sin embargo… Este asunto de la gratitud es mucho más importante de lo que su ligera reputación sugiere. Lo que al principio parece ser una peque­ña piedra preciosa que hace juego con nuestros objetos más refina­dos, en realidad es un componente mucho más grávido, poderoso y necesario, para nuestra vida cristiana. Por ejemplo, trate de mantener una fe constante —sin gratitud— y con el tiempo su fe habrá olvidado cuál es la esencia de su devoción, y se convertirá en una práctica religiosa ineficaz y hueca. Trate de ser una persona que irradie y muestre amor cristiano —sin gratitud— y con el tiempo su amor chocará fuertemente contra las escarpadas rocas del desánimo y la desilusión. Trate de ser una persona que dé de sí sacrificialmente —sin que la ofrenda vaya acompañada de gratitud— y descubrirá que cada gramo de gozo se pierde por entre las grietas de su complejo de mártir. Como dijo una vez el pastor británico gratitud no es un John Henry Jowett: “Cada virtud separada de gratitud está lisiada y camina con dificultad por la senda espiritual”.
La verdadera gratitud no es un ingrediente casual. Tampoco es un producto aislado, algo que en realidad nunca interviene en la vida y que cómodamente niega la realidad fuera de su propia pequeña isla feliz en algún sitio. No, la gratitud tiene mucho que hacer en noso­tros y en nuestro corazón. Y es uno de los medios principales por los cuales Dios inyecta gozo y optimismo a las luchas diarias de la vida.
Alabanza o queja
La importancia de la gratitud difícilmente pueda exagerarse. He llegado a creer que pocas cosas son más apropiadas en un hijo de Dios que un espíritu agradecido. Del mismo modo, probablemente no haya nada que haga a una persona menos atractiva que la falta de un espíritu agradecido.
He aprendido que en cada circunstancia de mi vida, puedo deci­dir responder de una de las siguientes maneras:  Me puedo quejar o ¡Puedo alabar! Y no puedo alabar sin dar gracias. Simplemente no es posible. Cuando decidimos alabar y dar gracias, especialmente en medio de circunstancias difíciles, hay una fragancia, un brillo que mana de nuestra vida que bendice al Señor y a los demás.
Por otro lado, cuando sucumbimos ante la queja, la murmuración y la lamentación, terminamos en un tobogán destructivo que finalmente conduce a la amargura y a la ruptura de relaciones.
 Las consecuencias de un espíritu desagradecido no son tan visibles como, por ejemplo, las consecuencias de una enfermedad contagiosa. Pero no por ello son menos mortales. La civilización occidental ha caído presa de una epidemia de ingratitud. Como un vapor venenoso, este sutil pecado está contaminando nuestras vidas, nuestros hogares, nuestras iglesias y nuestra cultura.
Un hombre o una mujer agradecidos son un aliento de aire fresco en un mundo contaminado por la amargura y el descontento. Y la persona cuya gratitud es el producto derivado de una respuesta a la gracia redentora de Dios, mostrará la verdad del evangelio de un modo atractivo y convincente.
 De modo que, a menos que a usted le encante sentir que el deber lo despierta a las tres de la mañana, o le arruina los planes para su día libre, o le entrega una factura inesperada que no estaba en su presupuesto del mes, no trate de vivir la vida cristiana sin gratitud. Por pura fuerza de voluntad y esfuerzo, usted podría “hacer de tripas corazón” para tener una buena respuesta, pero su cristianismo (pre­sunto) será hueco, riguroso y poco atractivo para los demás.
 El poder de la Gratitud
 Cuando el promotor inmobiliario Peter Cummings asumió su posición como presidente de la Orquesta Sinfónica de Detroit en 1998, comenzó a enviar tarjetas de agradecimiento a cada contribuyente que donaba $500 o más a la orquesta. No podía soportar la idea de que uno de los patrocinadores de la sinfónica recibiera una carta mo­delo con su nombre mal escrito accidentalmente, o que uno de sus amigos recibiera un agradecimiento general con el sello de la firma de Peter.
Entre la multitud de cartas que pasaban por sus manos había una dirigida a Mary Webber Parker, hija de una de las familias líderes de Detroit de una generación anterior y heredera de la fortuna de los grandes almacenes Hudson. Ella se había mudado de Detroit hacía muchísimo tiempo, se había radicado en California y ahora había enviudado; de modo que residía en un asilo de ancianos lujoso en las afueras de Hartford, Connecticut.  Y por alguna razón, ella había decidido enviar una donación úni­ca de $50.000 a la sinfónica de su ciudad natal.
La tarjeta que Peter le envió a Mary era, como de costumbre, so­lícita y amable… e inesperada. Debe haber sido emocionante para el corazón de esta anciana viuda (que solo había regresado a Detroit dos veces en los últimos veinte años) escuchar acerca del resurgimiento de la orquesta, en parte, hecho posible por su generosa contribución.  Dos semanas más tarde, ella envió otra donación de $50.000.
A los pocos días, Peter le volvió a escribir para expresarle su in­mensa gratitud y prometerle que algún día que estuviera por allí la iría a visitar. Él tendría que viajar desde Michigan para llevar a su hija a matricularse en la universidad de Hartford el otoño siguiente. Pero no tenía intenciones de que la Sra. Parker participara de la campaña de donación anual; “sin ninguna obligación”, como se dice en los círculos de recaudación de fondos. Era sencillamente un intento amable y personal de decirle gracias.
Pasaron los meses. Y luego, en una carta fechada el 13 de junio, Mary Webber Parker aceptó que Peter la fuera a visitar en el otoño. Y si le parecía bien, haría una donación, pero esta vez no de $50.000, sino de $500.000 para la sinfónica de Detroit.  No solo una vez, sino una vez al año durante cinco años.  ¡Dos millones y medio de dólares!
 No por obligación. No por coerción. No porque no tuviera suficientes aspirantes que hicieran lo imposible para persuadirla como benefactora.  Ella lo hizo porque alguien fue agradecido. Genuinamente agra­decido.  Ese es el poder estimulante de la gratitud; el poder que ventila el aire viciado de la vida diaria.
 El deseo de nuestro corazón
 No obstante, me sorprendería pensar que usted podría despertarse esta mañana y decir: “¡Dios mío! Si solo pudiera ser una perso­na más agradecida, mi vida sería mucho mejor”. La falta de gratitud raras veces se plantea como la raíz de nuestros problemas.Sin embargo, no me sorprendería saber que últimamente ha es­tado pensando: “Estoy cansada de que mi esposo sea tan desconsiderado conmigo. Yo me desvivo por satisfacer sus necesidades, pero él me da muy poco a cambio. Quisiera que tan solo una vez se detuviera a pensar que hay otras personas además de él en esta casa que tienen necesidades”. O tal vez: “Siempre he esperado que mis padres se disculparan por haberme colocado en la situación de un niño abusado. Un simple ‘lo siento’ hubiera bastado. Pero todo lo que siempre obtuve fueron excusas y justificaciones; siempre han echado la culpa a los demás. Solo quiero que se interesen por mí. Quiero que reconozcan cuán difícil ha sido vivir con esta realidad y cuánto me ha costado. ¿Por qué no se pueden dar cuenta de esto?”.  O: “Sinceramente, ya ni siquiera estoy seguro de lo que creo. He perdido todo deseo de orar, leer la Biblia o servir al Señor como lo hacía. Ya no me interesa. Y asistir a la iglesia es una obligación. Con todo ese celo espiritual que solía tener; la gente debió haber pensado que estaba loco. Tal vez, lo estaba. Pienso que todos estarían mucho mejor si simplemente no tuvieran falsas esperanzas de que Dios cum­plirá todos sus deseos”.
 No es necesario que diga que la vida nos trata mal. Si no es uno de esos pocos ejemplos que di, es un niño difícil, un empleo frustrante, un problema médico grave (o tal vez solo sospechas), un problema con un familiar político que no tiene solución. Podría ser un bajo nivel de solvencia económica, una alteración del sueño, un hábito pecaminoso persistente, o tal vez algo que suele alterar la vida tanto como un largo y extenso divorcio.
 Pequeñas. Grandes. Prolongadas. Cotidianas. Hay muchas cosas acerca de nuestras experiencias de vida individuales que ocupan nues­tros pensamientos, alimentan nuestros temores y añaden a nuestras preocupaciones. Ya sea que estemos conduciendo en nuestro auto­móvil hacia alguna parte, o estemos tratando de dormir una siesta, o intentemos prestar atención al sermón del pastor, toda esta “miseria” nos envuelve como una telaraña que no nos podemos sacar de encima.
Intentamos de todo para solucionar estos problemas. Defende­mos nuestra posición en contra de las personas que más nos hacen sufrir en la vida. Buscamos el apoyo moral que necesitamos para exteriorizar nuestras quejas y molestias. A veces nos hundimos en patrones de evasión, con el simple fin de tratar de no pensar en ello. Nos dedicamos a trabajar en un intento por evitar tener que abordar problemas más importantes.
Pero es muy probable que pese a cómo tratemos de hacerles frente a la dificultad y la decepción, debajo de todo ello hay un grito interno que nos impide a muchos de nosotros experimentar lo me­jor de Dios en nuestra situación. Con las promesas de Dios aún en vigencia —incluso en medio del dolor y las dificultades— con su paz y su presencia todavía disponibles para aquellos que confían en Él, muy a menudo decidimos buscar nuestro consuelo en estas palabras lastimeras: “¿Por qué justo a mí?”
¿Cuán a menudo ha caído en estas ásperas quejas, con la espe­ranza de extraer suficiente fortaleza para proteger su corazón de un peligro y daño mayores?  “¿Por qué es tan dura la vida?”.  “¿Por qué las otras personas no pueden ser normales?”.  “¿Por qué me tuvo que pasar esto a mí?”.  “¿Por qué nadie me ama por lo que soy?”.  “¿Por qué Dios no responde mis oraciones?”.  “¿Por qué tengo que vivir así de solo?”.  “¿Por qué la Biblia no me habla a mí como les habla a ellos?”.  “¿Por qué este problema parece no tener fin?”.  “¿Por qué no tengo otra alternativa que aceptar esto?”.  “¿Por qué a mí?”
 Sentirse traicionado. Sentirse excluido. Sentirse inferior… maltratado… subestimado. Como un remolino que gira en círculos interminables, que nos hala y nos lleva hacia abajo con cada arrebato de  autocompasión, nos hundimos más y más en nuestros problemas.  Nos alejamos de Dios con ingratitud.
 “Las personas me dicen que mantenga la cabeza en alto. Me dicen que esto solo durará una etapa. Pero esta ‘etapa’ de la vida se ha ex­tendido demasiado. Y todavía no veo ningún final cercano”. “Usted me dice que sea agradecido, Nancy. Pero usted nunca estuvo en mi situación. Si tuviera una idea de lo que he estado atrave­sando, no se apresuraría tanto a decir eso”. “Estoy tratando de aceptar lo que me está sucediendo, estoy aprendiendo a vivir con ello. ¿Pero tener gratitud? ¿Está diciendo que tengo que disfrutar de esto?”
Le aseguro, estimado amigo, que si todo lo que tuviera que decir­le fueran dulces banalidades acerca de la gratitud, ni siquiera trataría de responder a declaraciones tan reales como éstas. Si todo lo que nuestra fe tuviera que ofrecer fueran palabras que solo caben en un servicio religioso o un libro de texto religioso, sería insensible por mi parte expresárselas a alguien que está luchando por sobrevivir.
Pero la verdadera gratitud, centrada en Cristo y motivada por la gracia estilo de vida bíblico, cabe en todo momento, aun en los momentos y las situaciones difíciles más desesperantes de la vida. Aun cuando no hay “respuestas”, nos da esperanza.  Y transforma a los luchadores más abrumados en conquistadores victoriosos.
La parte más importante de la Gratitud
El concepto de la gratitud no se ha perdido completamente en nuestro mundo. Solo hace falta caminar por una tienda de tarjetas en un centro comercial para ver muchos productos en los estantes, decorados con margaritas y colores pastel, que nos motivan a ser agradecidos. Los mensajes de estas tarjetas son inspiradores y se puede apreciar el alivio y solaz que ofrecen en medio de los diversos cambios de la vida.
Pero de alguna manera, muchas de estas expresiones de gratitud parecen más propias de una reunión para tomar el té en nuestra casa, que de la conmoción y confusión de la vida que usted y yo conocemos demasiado bien.  Como puede ver, la gratitud es mucho más que flores color pastel y páginas de un diario personal.
La gratitud es un estilo de vida. Un estilo de vida bíblico, difícil y motivado por la gracia. Y aunque en cierto sentido todos pueden ser agradecidos —pues Dios ha extendido su gracia general a todos— la verdadera gloria y el poder transformador de la gratitud están reservados para aquellos que conocen y aceptan al Dador de cada buena dádiva y que son receptores de su gracia redentora.
–Extracto tomado del libro En la quietud de Su presencia por Nancy Leigh DeMoss. Una publicación de Editorial Portavoz. Usado con permiso.

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