Aaron
T. Beck, un maestro de la terapia cognitiva- conductual, escribió:
Prisioneros del Odio. El odio junto al resentimiento, la envidia, la
culpa, la frustración, el enojo, la vergüenza y la ira pertenecen a las
estructuras emocionales negativas que se convierten en actitudes,
pensamientos y reacciones, que llevan a un comportamiento de alto riesgo
y de resultados dañinos para sí mismo y para los demás.
Estas dos emociones negativas resentimiento y odio viven juntas, una apoya a la otra. Sin embargo, las dos juntas son una bomba de tiempo en una persona psicópata, pasivo-agresivo y en un trastorno límite de personalidad.
El resentimiento es estar dolido y no olvidar, pero el odio es una acumulación de emociones negativas juntas, que van desde la envidia, el enojo, la vergüenza y las frustraciones que se quedan, se silencian, se esconden y se almacenan en las estructuras cerebrales: sistema límbico, las amígdalas cerebrales, pensamientos, y van formando parte de un sistema de creencias donde se asumen los conflictos, desacuerdos, la diversidad y las opiniones contrarias, como humillaciones, burlas, abuso, acoso, etc. Optando por responder con ira, descontrol de los impulsos, agresiones, violencia o planificación del daño físico, psicológico, emocional o moral.
Estas experiencias traumáticas no superadas que se viven como actitudes emocionales negativas, se convierten en un estilo de vida. Las personas prisioneras del odio no viven, no respiran bienestar, no saben lo que es amor, compasión, felicidad ni altruismo social. Más bien, viven atrapadas en un enojo crónico que les guardan a los padres, a una ex pareja, a un amigo, a un grupo; cosa ésta que no les permite crecer, madurar, vivir, ni practicar emociones sanas.
Ser prisionero del odio es tener mayor riesgo a la depresión, angustia, trastorno psicosomático, relaciones conflictivas, agresiones y maltrato a los demás, y responder con prejuicios, autodefensa y exclusión social.
El odio lleva a la disonancia social, a estructurar un pensamiento, unas emociones y un comportamiento basado en hacer daño, trampa, a crear chisme, división, y dañar personas a través del acoso moral.
Las personas prisioneras del odio no logran la felicidad, ni la trascendencia, ni las conductas resonantes. Pero tampoco logran convertirse en modelo de referencia social sana.
Beck habla de cómo el odio se convierte en la base de la ira, la hostilidad y la violencia contra los demás. Pero se les olvida a los prisioneros del odio de que, sus prácticas y sus emociones, también los extermina y los convierte en seres tóxicos y disfuncionales, que les hacen la vida imposible a familias, parejas, partidos políticos e instituciones.
La felicidad es una conquista de las actitudes emocionales positivas, que lleva a una persona a ser sana y vivir sin odio.
Estas dos emociones negativas resentimiento y odio viven juntas, una apoya a la otra. Sin embargo, las dos juntas son una bomba de tiempo en una persona psicópata, pasivo-agresivo y en un trastorno límite de personalidad.
El resentimiento es estar dolido y no olvidar, pero el odio es una acumulación de emociones negativas juntas, que van desde la envidia, el enojo, la vergüenza y las frustraciones que se quedan, se silencian, se esconden y se almacenan en las estructuras cerebrales: sistema límbico, las amígdalas cerebrales, pensamientos, y van formando parte de un sistema de creencias donde se asumen los conflictos, desacuerdos, la diversidad y las opiniones contrarias, como humillaciones, burlas, abuso, acoso, etc. Optando por responder con ira, descontrol de los impulsos, agresiones, violencia o planificación del daño físico, psicológico, emocional o moral.
Estas experiencias traumáticas no superadas que se viven como actitudes emocionales negativas, se convierten en un estilo de vida. Las personas prisioneras del odio no viven, no respiran bienestar, no saben lo que es amor, compasión, felicidad ni altruismo social. Más bien, viven atrapadas en un enojo crónico que les guardan a los padres, a una ex pareja, a un amigo, a un grupo; cosa ésta que no les permite crecer, madurar, vivir, ni practicar emociones sanas.
Ser prisionero del odio es tener mayor riesgo a la depresión, angustia, trastorno psicosomático, relaciones conflictivas, agresiones y maltrato a los demás, y responder con prejuicios, autodefensa y exclusión social.
El odio lleva a la disonancia social, a estructurar un pensamiento, unas emociones y un comportamiento basado en hacer daño, trampa, a crear chisme, división, y dañar personas a través del acoso moral.
Las personas prisioneras del odio no logran la felicidad, ni la trascendencia, ni las conductas resonantes. Pero tampoco logran convertirse en modelo de referencia social sana.
Beck habla de cómo el odio se convierte en la base de la ira, la hostilidad y la violencia contra los demás. Pero se les olvida a los prisioneros del odio de que, sus prácticas y sus emociones, también los extermina y los convierte en seres tóxicos y disfuncionales, que les hacen la vida imposible a familias, parejas, partidos políticos e instituciones.
La felicidad es una conquista de las actitudes emocionales positivas, que lleva a una persona a ser sana y vivir sin odio.
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