“Tú estás lleno de misericordia con el que te invoca”, así inicia la antífona de la entrada, y vemos cómo las lecturas de hoy son una clara enseñanza de la humildad, virtud que no recibe ninguna propaganda en la actualidad y que es menospreciada por equiparla a tontería, incompetencia, timidez, actitudes todas ellas despreciadas por el mundo contemporáneo.
Es muy interesante pensar que la humildad en la lengua hebrea tiene un sentido de respuesta, y que por lo tanto nos hace comprender que es nuestra respuesta, al primer paso que siempre corresponde a Dios, en cuanto que cada uno de nosotros somos objeto de su misericordia.
La humildad es así revelación de aquello que tenemos en nuestro corazón. Humilde será aquel que, despreciando los honores del mundo, se deja conquistar por el gran amor de Dios que se manifiesta en Cristo, que de rico se hizo pobre y siervo, humillándose hasta morir por la salvación de todos nosotros los pecadores.
La humildad es pues una actitud profunda de aceptación, reconocimiento y gratitud en relación con Dios Padre de misericordia.
I.- El humilde, en todo agradece y glorifica a Dios
La primera lectura nos refleja la sabiduría judía, que se manifiesta sobretodo en el exilio cuando ella tiene que confrontarse con las grandes culturas paganas.
La especificidad judía ya la encontramos en el modo del trato, ya que Dios lo denomina como “hijo”, para mostrarnos esa relación paterna, en la que Dios siempre es primero, tiene la iniciativa y llama al escritor sagrado.
El humilde según los exegetas, es aquel que se inclina ante la Ley, que está atento a la escucha del Señor, y que responde, por medio de la obediencia, a las indicaciones de la voluntad de Dios.
El humilde vive de la Palabra de Dios y corresponde en todo a su voluntad y designios. El humilde vive por tanto de la fe (Rm 1.3), pues no se trata de buscar la humildad por sí misma, sino de que se manifieste y revele el poder y la grandeza de Dios.
Del humilde brotan el amor, la gracia y la gloria de Dios, porque deja transparentar la acción de Dios en su corazón.
Por ello el humilde puede ser a veces exigente, porque lo es para consigo mismo, lo es contra el corazón obstinado y contra todo aquello que pretende sustituir a Dios en el corazón de la persona, que creada a “Su imagen y semejanza”, quiere tratarla siempre como a un hijo.
II.- El encuentro con Cristo transforma
La Epístola nos presenta a Aquel al que pertenecemos mediante el Bautismo, Jesús Hijo de Dios, mediador de la Nueva Alianza.
Esta segunda lectura hace que el banquete del que nos habla el Evangelio, no sea tan sólo lugar de un agradable encuentro, sino confrontación del ser humano con su Dios.
Es un banquete (Lc 14.1) que por medio del memorial Eucarístico nos refiere al banquete de bodas, al cual el Cordero de Dios, por medio de su Encarnación, ha venido a invitarnos a todos.
De hecho desde el capítulo 12 Jesús habla de un juicio en el que se juegan la vida y la muerte de todos los seres humanos, con alusión a la vida y la muerte de todos los seres humanos, con alusión a la ghena (Lc 12.5); venida del Hijo del hombre (Lc 12,40); a la muerte eterna del que no se convierte (Lc 13,5); al que no produce fruto y está bajo amenaza de acabar con él, como el caso de la higuera estéril (Lc 13,6); a la puerta cerrada (Lc 13, 25); etc.
El juicio venidero es una invitación a la conversión: Al temor de Dios (Lc 12,5) a permanecer alejados de la concupiscencia (Lc 12, 15; a buscar el Reino (Lc 12.3); a estar preparados (Lc 12,37); a buscar de entrar por la puerta estrecha. (Lc 13,24)
La parábola de la higuera deja aún la esperanza de “un año” que es un tiempo relativamente “breve”; por lo mismo la invitación de Jesucristo se debe considerar como urgente.
III.- El humilde, vive en la fe, de la fe y desde la fe
Comprendemos que Cristo nos quiere dar en estas observaciones una lección de urbanidad y buena educación.
En el evangelio, cuando habla de la selección de los primeros lugares, se refiere a que las personas se miden los unos con los otros, “yo soy más importante que aquel...”; cuando nuestra verdadera medida debiera de ser Cristo; ¿cómo estoy yo delante de Cristo a quien nada puedo ocultar? ¿Cómo están mi vida y actuaciones ante Él?
La conclusión de la parábola dice: “El que se engrandece a sí mismo será humillado, y el que se humilla, será engrandecido”; se encuentra también en la conclusión de la parábola del fariseo que se mide con los demás y el publicano en cambio se pone delante de Dios con toda su miseria.
Delante de Dios cada uno debemos sentirnos como el publicano “el último”.
Para ello se nos da el tiempo presente, para que purificando nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes, veamos que el publicano es el modelo al que debemos conformarnos.
La segunda parábola más que ser un criterio acerca de los que debemos de invitar, es una revelación sobre Dios que invita, ya que siendo todos nosotros pecadores, somos reconciliados con Cristo, de manera que somos pobres, lisiados, cojos y ciegos, incompetentes para servir al Señor que hemos sido rescatados y por lo mismo “invitados”.
El que invita no espera nada de nosotros, sino que sepamos agradecer, sin mérito alguno de nuestra parte, nuestra condición gratuita de “invitados” y salvados por la reconciliación en Cristo.
Si el Señor nos invita a la mesa, gratuitamente, también así nosotros debemos aprender a dar generosa y gratuitamente, porque es siempre cierto que de la gratitud debemos pasar constantemente a la gratuidad dar y darse gratuitamente de lo que soy, en el servicio a los demás.
La fe no son tan sólo palabras, sino actitudes, no sólo confesión de los pecados y que Él nos ha perdonado, sino que lo debemos hacer aflorar en nuestra actitud de humildad: reconocer nuestros pecados, pedir perdón por ellos, vivir con humildad porque en su sangre hemos sido reconciliados.
A su vez deberemos invitar a “nuestra casa” a pobres, lisiados, cojos y ciegos, no tan sólo para agradecer y recambiar, sino para descubrir en ellos al Señor mismo que en ellos viene a nuestra mesa, pues Él ha querido identificarse con ellos. (Mt 25.31)
Esta es la anticipación del banquete mesiánico, en el que en cada uno de los invitados se manifiesta la misericordia y la gloria de Dios.
IV.- Conclusiones
El Señor nos invita a la humildad para que sepamos dar generosa y gratuitamente, como signo de nuestra gratitud a Dios.
La carta a los Hebreos nos anima a perseverar en el camino y vocación elegidos en el seguimiento de Cristo, el Señor.
Valdrá la pena revisar todos: como comunicamos la fe, como animamos a nuestras comunidades, como motivamos a nuestros grupos, como preparamos y hacemos nuestras catequesis y homilías, como asumimos nuestro Plan de Pastoral.
Como bien dice San Francisco de Sales: “La verdadera humildad procura no dar aparentes muestras de serlo, ni gasta muchas palabras en proclamarlo”
Hemos de pedirle al Espíritu que seamos: humildes, agradecidos y generosos, siguiendo siempre la actitud de María en el Magnificat y de servicio en la visitación.
Atentos a la súplica que dirigiremos al Padre en la oración después de la comunión, vivamos la celebración eucarística de tal modo que “nos haga crecer en su amor, y nos impulse a servirle en nuestros prójimos”.
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