Un buen día Charles Duhigg, un reputado periodista de The New York Times, se preguntó a qué podía deberse el irresistible impulso que le llevaba a comerse una galleta de chocolate hacia las tres de la tarde, pese a haber almorzado al mediodía y, teóricamente, no tener hambre.
Gracias a su apetito intelectual, Duhigg acaba de publicar El poder de los hábitos (editorial Urano), donde resolvió el misterio de la galleta y también algunos otros (como el modo en que algunas empresas predicen y manipulan los hábitos de los consumidores), hasta el punto de entrar en las listas norteamericanas reservadas para los superventas.
Más allá del gusto literario de los estadounidenses y de su conocida debilidad por historias basadas en hombres y mujeres hechos a sí mismos, la obra escrita por Duhigg aborda un tema muy actual: ¿cambiar de hábitos es tan fácil como proclaman los libros de autoayuda? ¿Por qué muchas personas, por más que se lo propongan, no consiguen llevar a buen término sus dietas de adelgazamiento (o dejar de fumar con éxito o ser constantes en el gimnasio o abandonar el alcohol o simplemente dejar de morderse la uñas)?
Aunque cada lector podría dar una respuesta (según diversas encuestas, a un 70% de la población le gustaría cambiar algún hábito, por más que sólo entre un 5% y un 15% lo acabe consiguiendo), los hábitos se crean cuando aparece una señal que conduce a una recompensa, en función de la cual el cerebro decide si vale la pena recordar en el futuro esa asociación en particular.
Tal vez por eso, la teoría que maneja Duhigg es que para cambiar de hábitos hay que entender su mecánica de funcionamiento y ser consciente de que un 40% de las decisiones que toma una persona a lo largo del día no son meditadas, sino simples rutinas que el cerebro repite de forma inconsciente desde hace meses o años. Por ejemplo, a Duhigg le costó algo de tiempo entender que no era el hambre lo que intentaba satisfacer con la galleta de chocolate, sino la necesidad de hacer una pausa en el trabajo, por lo que sólo pudo dejar atrás este hábito cuando decidió concederse otro premio: dedicar esos minutos a conversar con amigos.
El telón de fondo de este asunto es hasta cierto punto polémico. Durante los últimos años, el boyante sector de la autoayuda, pero también el coaching, ha ensalzado la idea de que cualquier persona puede conseguir aquello que se proponga (siempre que el objetivo sea realista…) con la debida motivación, con mucha fuerza de voluntad y bastante pensamiento positivo.
Sin embargo, ahora algunos autores comienzan a señalar que hay “fuerzas invisibles” en el cerebro (por utilizar la terminología que emplea James Atlas en un artículo de opinión publicado en el Times neoyorquino en mayo del 2012) que nos dominan, determinando nuestra manera de pensar y de actuar, y limitando el libre albedrío. “Una vez traspasamos la puerta de este extraño mundo neuronal conocido como cerebro, descubrimos, por decirlo claramente, que no tenemos ni idea de lo que estamos haciendo”, anota Atlas en este artículo titulado “The amigdala made me do it” (la amígdala me llevó a hacerlo).
Los hábitos, según los científicos, surgen porque el cerebro siempre busca el modo de ahorrar energía, por lo que su tendencia natural es convertir casi cualquier situación ya vivida en una rutina. El problema es que el cerebro no diferencia entre los buenos y los malos hábitos. Así, señala Duhigg en la página 40 de su libro, “una vez que hemos desarrollado la rutina de sentarnos en el sillón, en vez de salir a correr, o la de comer cada vez que vemos una caja de donuts, esos patrones permanecerán en nuestra conducta”. Puede que Duhigg esté en lo cierto: los hábitos son tan poderosos que consiguen que el cerebro se aferre a ellos y excluya todo lo demás, incluido el sentido común, pues de otra forma no se entiende que tantas personas tropiecen una y otra vez en la misma piedra.
En la actualidad, investigadores de diversas universidades norteamericanas (caso de Duke, Harvard, UCLA, Yale y Princeton, entre otras), así como científicos que trabajan para empresas como Starbucks, Google o McDonald’s, están intentando comprender la neurología y la psicología de los hábitos, por qué surgen y cómo se pueden cambiar.
Una de esas personas es Francisco Mora, doctor en Neurociencias por la Universidad de Oxford y catedrático de Fisiología Molecular y Biofísica de la facultad de Medicina de la Universidad de Iowa (EE.UU.), donde se encuentra ahora mismo, cuando son las diez de la mañana del sábado 21 de julio, debido a su conocido hábito de trabajar, sea laborable o festivo.
“Cambiar de hábitos es enormemente complicado”, contesta Mora, que es autor de más de 400 trabajos científicos en el campo de la neurobiología y que ha abordado este asunto en dos de sus últimos libros: Se puede retrasar el envejecimiento del cerebro (2011)y ¿Está el cerebro diseñado para la felicidad? (2012), ambos en Alianza Editorial.
Todo lo que apunta Mora en sus trabajos es interesante, pero hay varias ideas, además, que llaman especialmente la atención. Por ejemplo: un rasgo que comparten algunas personas que han sido capaces de cambiar de hábitos es haber estado muy cerca de la muerte. “Hay un estudio realizado con mujeres y hombres de alrededor de cincuenta años –explica el neurobiólogo–que demuestra que quienes sufren un infarto de miocardio viven más tiempo que los que no. ¿Por qué ocurre esto? Porque quienes le ven las orejas al lobo deciden cambiar de hábitos al instante, a diferencia de lo que suelen hacer las personas normales”, señala Mora dando a entender que para revertir un hábito hace falta “una bofetada”, dice, o una motivación muy fuerte.
La segunda reflexión que plantea Mora se centra en que la búsqueda del placer guía el comportamiento de cualquier ser vivo, “incluso de los organismos unicelulares”, precisa. “El cerebro toma decisiones de forma inconsciente después de grabar durante muchos años lo que a cada persona le procura placer”, indica. Visto así, la cuestión es saber elegir bien los placeres (pues la vida humana es básicamente eso, una búsqueda consciente o inconsciente de placeres físicos, mentales o emocionales…), y tener claro que es más fácil adquirir malos hábitos (por ejemplo, tirarse en el sillón después de trabajar y encender la televisión) que buenos hábitos (estudiar un idioma).
Antoni Gual, médico psiquiatra y jefe de la unidad de alcohología y adicciones en el hospital Clínic de Barcelona, tiene su opinión al respecto después de escuchar a multitud de personas que quieren dejar la bebida y de comprobar que deben hacerlo –por poner un símil futbolístico–, en un ambiente muy adverso, prácticamente como si jugaran en campo contrario.
De entrada, el diagnóstico del doctor Gual coincide con el de Mora: “Cambiar de hábitos es lo contrario de sencillo. En estos casos siempre hay una parte más fácil, que es la decir ‘esto no lo haré más’, y otra más compleja. Por ejemplo, abandonar la bebida casi siempre implica dejar de frecuentar ciertos lugares, apartarse de algunos amigos y cambiar una forma cotidiana de funcionar”.
“Sólo cuando te das cuenta –explica Gual– de que un hábito colisiona con tus valores, encuentras fuerzas para posicionarte contra él. Pero un cambio es también una inversión: haces el esfuerzo hoy para obtener un rendimiento mañana. Y para eso es importante tener socios (familiares, amigos, personas que han pasado por el mismo problema), en lugar de hacer la guerra en solitario”, aconseja.
Pep Marí trabaja en el Centro de Alto Rendimiento de Sant Cugat (CAR), donde ejerce de jefe del departamento de Psicología del Deporte y donde imparte cursos a empresas e instituciones públicas sobre cómo cambiar los hábitos de una organización, así como asesora a deportistas de primer nivel para que cambien algunas viejas rutinas y consigan sus objetivos.
“Me gustaría dar casos concretos porque sustituyen a la teoría”, comienza diciendo. A partir de ahí, Marí detalla la historia de una jugadora de la selección española a la que apodaban “la madre Teresa de Calcuta”, por su conocido hábito de estar más pendiente de sus compañeras de equipo que de ella misma. Por este motivo, no evolucionaba, así que la entrenadora y el psicólogo le persuadieron para que diera un paso al frente y explotara su talento individual, ya que de no ser así se verían en la obligación de prescindir de sus servicios.
Marí también se refiere al problema de un niño que tenía el mal hábito de escupir. “¿Qué tienen en común estos casos?”, se pregunta. “Lo primero es que para revertir un hábito la persona ha de sentir una necesidad imperiosa, es decir, ha de necesitar el cambio más que el pan que se come”, aprecia Marí en la misma línea que apuntaba el neurólogo Francisco Mora.
“La segunda cosa es contar con la ayuda de otras personas, pues cuando se intenta solo es mucho más difícil, por no decir imposible. La última cosa imprescindible es tener tiempo. Cambiar una vieja costumbre requiere un proceso en el que puedes acortar los plazos, pero no saltártelos”, enfatiza Marí tras hacer hincapié en la máxima de que recaer no es fracasar, sino que es un paso que forma parte del camino.
“La gente cuando tiene una recaída está fatal, piensa que no va a poder, que ha fracasado, que no ha valido la pena. Pero las recaídas –recuerda Marí– son inevitables, así que la cuestión es saber levantarse. Por ser positivo, diría que vendrían a ser como si un profesor le dijera a un alumno que todavía necesita aprender más cosas. La recaída lo único que indica es que hace falta más tiempo. Es saber, simplemente, que todavía no estás, que no te engañes, que no tienes el hábito adquirido, pero que estás en el camino y que con un poco más de esfuerzo y de tiempo lo conseguirás”, explica.
A renglón seguido, Marí comenta una técnica para dejar de morderse las uñas, consistente en introducir unas canicas en el bolsillo izquierdo y en pasar una bola de cristal al bolsillo derecho cada vez que un dedo aterriza en la boca y en recontarlas al final del día, anotando la frecuencia del hábito (para tomar conciencia del problema y de su evolución), los escenarios del delito (por ejemplo, estando sentado, medio aburrido, frente a la pantalla del televisor o del ordenador) y la cadena conductual (en el anterior ejemplo, tocándose la cara, rascándose la barbilla y, finalmente, mordiéndose la uña).
“Para cambiar un hábito por otro –concluye este psicólogo– siempre hay tres fases: la fase de los errores, que consiste en equivocarse y en aprender; la fase de los esfuerzos, cuando llega un día en que de tanto fallar aprendes a concentrarte y a hacer las cosas de otra manera, y la fase de los automatismos, donde lo ensayado se convierte en hábito”.
Marta Garaulet, catedrática de Fisiología de la Nutrición en la Universidad de Murcia tiene un trabajo muy parecido al de Pep Marí o al de Antoni Gual, sólo que en lugar de ayudar a algunas personas a dejar el alcohol o a que rindan más en el terreno deportivo, se encarga de que adelgacen y de que coman mejor, razón por la que ahora mismo está en Boston (EE.UU.), donde lleva tres meses estudiando cómo aplicar la nutrigenómica (la ciencia que investiga las interacciones entre el genoma y los nutrientes) al tratamiento de la obesidad.
Su primer comentario es ya sabido: sólo entre el 4% y el 10% de los que intentan cambiar de hábitos alimentarios lo consiguen finalmente, aunque Garaulet recalca que gracias a técnicas muy novedosas que aplica en sus centros de nutrición ha conseguido elevar ese porcentaje hasta el 60%.
“No sirve de nada diseñar una dieta perfecta porque nadie la sigue”, avisa. “En cambio –dice– las cosas pequeñas, concretas, alcanzables y a corto plazo posibilitan grandes cambios en el futuro”.
“Al final –prosigue Garaulet– cada cual ha de aplicar técnicas individuales que le funcionen”, señala, para remarcar que no hay una receta universal para cambiar un mal hábito. “Un método que funciona es visualizarse desde fuera y pensar que no se está predestinado a un hábito en concreto, sino que se puede cambiar”, añade después de un breve apunte antropológico: para los norteamericanos no hay nada más normal que cambiar “de religión, de partido político, de sexo, de marido… de cualquier cosa”, a diferencia de lo que sucede en Europa, “donde muchas personas tienden a pensar que cambiar algo es tan imposible que ni se lo plantean”.
Así las cosas, es más que probable que adelgazar no sea ni rápido ni fácil (como sí prometen algunas dietas fraudulentas) y que cambiar de hábitos tampoco lo sea. Y también es posible que las supuestas fuerzas invisibles que impiden a algunas personas cambiar de hábitos, no sean más que una excusa autocomplaciente para no tener que recorrer un camino, casi siempre bastante largo y empinado, pero muy diferente a un callejón sin salida…
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