La felicidad consiste en haber conseguido lo que deseabas. Estar contento con uno mismo al
comprobar que hay una buena relación entre lo que tú has deseado y lo que has conseguido.
Es un estado de ánimo positivo al darte cuenta de que has hecho el mayor bien posible y el
menor mal consciente.
La felicidad se puede decir de muchas maneras. Es un tema casi interminable. La felicidad
consiste en hacer algo que merezca la pena con la propia vida, algo grande, pero cada uno
dentro de sus posibilidades y puntos de partida. Y con los pies en la tierra. Para Sócrates la
felicidad estaba en conocerse a sí mismo. Para Platón, en el amor. Para Aristóteles, en la
búsqueda de la verdad. Epicuro, en el vivir bien, en el placer. Séneca, en el siglo I de nuestra
era, la ve en la práctica de la virtud. Los eclécticos pensaban que la felicidad consistía en un
sumatorio de cosas y hechos. Durante el siglo XX la bibliografía sobre este tema proliferó de
forma exponencial. De hecho, algunos psicólogos empíricos la han medido, según diferentes
escalas de conducta basadas en modelos diversos, como es el caso de Argyle, profesor de la
Universidad de Oxford.
Voy a trazar cinco sugerencias sobre una cuestión tan decisiva y que constituye la vocación
natural del ser humano, a pesar de que realmente es complicado aproximarse a ella.
Primer consejo: ser capaz de cerrar las heridas del pasado. Dicho de otra manera: necesitamos
reconciliarnos con nuestro pasado. Superar traumas, sinsabores, impactos psicológicos y esas
colecciones de vivencias negativas que se almacenan en cualquier biografía: una persona bien
armada es aquella que vive instalada en el presente y lo saborea y le saca partido; ha sido
capaz de superar todas las experiencias dolorosas del pasado, con todo lo que eso significa; y
vive fundamentalmente centrada y abierta hacia el futuro. Los psiquiatras sabemos lo
importante que es esto. Lo he dicho de otro modo: la felicidad consiste en tener buena salud y
mala memoria. Nosotros hacemos la cirugía estética del pasado: vamos de excursión con
nuestros pacientes para ayudarles en este sentido. ¿Por qué es necesario hacer esto? Porque
si no se corre el riesgo, cuando uno ha sufrido mucho de aquí y de allá, de convertirse en
alguien agrio, amargado, resentido, dolido y echado a perder. La palabra resentimiento
significa sentirse dolido y no olvidar. Y por ese vericueto uno se desliza por una rampa que
termina en convertirle en neurótico: lleno de efectos nocivos que no se han cerrado, conflictos
no resueltos que antes o después asoman y dañan y deterioran nuestra forma de ser. El rencor
te deteriora por dentro. El que alienta traiciones las hace. La felicidad es el sufrimiento
superado.Segundo consejo: aprender a tener una visión positiva de la vida. De uno mismo y de nuestro
entorno. El optimismo es una forma sana de captar la realidad. Y requiere una cierta educación
de la mirada para detenerse más en lo positivo que en lo negativo. Es sorprendente y
misterioso cómo que hay personas que son inmunes al desánimo y que se crecen ante las
dificultades y otras que se derrumban ante contratiempos y reveses de escasa envergadura.
¿Se nace optimista? ¿Puede un pesimista dejar de serlo? La clave está es un esfuerzo
psicológico, un trabajo de artesanía personal, mediante el cual vamos siendo capaces de
descubrir siempre la dimensión mejor de la realidad, ese segmento que se esconde en el fondo
de los hechos y que tiene unas notas positivas. Alexander Solchenitzchen, premio Nobel de
Literatura, pasó muchos años recluido por los comunistas en Siberia y allí escribió Archipiélago
Gulag, y cuenta a posteriori que fueron los años más decisivos de su vida y que no los
cambiaría por nada. Vaclav Havel, que luego sería primer ministro de Chequia, estuvo muchas
veces en la cárcel luchando contra el comunismo de su país y, en su libro Cartasa Olga (su
mujer), escrito desde la prisión, habla de que está contento por luchar por la libertad de su
nación. Otro ejemplo: Boris Cyrulnik, judío sefardita francés, que escapó del campo de
exterminio de Auschwitz, escapándose por debajo de la verja, con unos cinco años, y que había
visto morir a sus padres y dos hermanos en la cámara de gas, cuenta en algunos de sus libros
que los primeros tiempos tras su escapada estaban llenos de positividad: lo acogieron en una
familia, empezó a ir a la escuela, tenía amigos y le hablaron de Dios. Él fue uno de los
fundadores de la corriente psicológica llamada resiliencia: aprender a soportar situaciones
adversas te hace fuerte, sólido, resistente, y te educa para sacar lo mejor de ti (si no se cuela
dentro de tu persona el resentimiento, el gran enemigo). Dice este autor que una infancia muy
negativa no tiene por qué determinar una edad adulta neurótica. La resiliencia nos habla de la
capacidad para sacar fuerzas de una experiencia traumática y darle la vuelta y así ser capaz de
crecer como ser humano. Todo un arte. Sin llegar a extremos como los que he mencionado, en
lo que quiero insistir aquí es en que ser optimistas es un modo valioso de captar la realidad, a
pesar de los pesares.
El tercer consejo es: tener una voluntad de hierro. Fuerte, rocosa, como las raíces de un olivo
centenario. La psicología moderna considera que es más importante la voluntad que la
inteligencia. Y esa necesita ser educada desde los primeros años de la vida. Una persona con
voluntad consigue que sus sueños se hagan realidad. Llega en la vida más lejos que una
persona inteligente. Y, por el contrario, una persona sin voluntad o con una voluntad débil,
frágil, endeble, está siempre a merced de sus caprichos, pendiente de la filosofía del me
apetece e incapaz de renunciar, de negarse, de aplazar el gusto por algo concreto que en ese
momento aparece delante de él. Uno de los indicadores más claros de madurez de la
personalidad es este: tener una voluntad bien educada, que no hace lo que le pide el cuerpo,
sino lo que es mejor para uno mismo. La voluntad es la joya de la corona de la conducta. Con la
voluntad fuerte somos enanos a hombros de los gigantes.
El cuarto consejo es tener un buen equilibrio entre corazón y cabeza. Los dos grandes
componentes de nuestra psicología son el mundo de los sentimientos y el de la razón. Ni
demasiado sensibles, rozando la susceptibilidad, ni excesivamente fríos y racionales. La clave
es buscar esa ecuación bien armonizada. Decía Pascal que «el corazón tiene razones que la
razón desconoce». Nuestro primer contacto con la realidad es emocional: me gusta esta
persona, me cae bien, me agrada este ambiente… Amor e inteligencia deben forman unbinomio bien armado. Tener una afectividad sana significa mover bien los hilos de las
relaciones con los demás, cargándolas de sentimientos verdaderos, sin doblez, descubriendo
que lo afectivo es lo efectivo. Y a la vez, saber utilizar bien los instrumentos de la razón: la
lógica, el análisis, la síntesis y el discernimiento. Ser capaces de respirar por estos dos
pulmones. Los padres tenemos aquí un papel central: educar es convertir a alguien en
persona.
El quinto consejo para ser feliz es tener un proyecto de vida coherente y realista. Que mire
hacia el futuro. Trabajar con detalle sus cuatro grandes argumentos: amor, trabajo, cultura y
amistad. Cada uno de ellos se abre en abanico. En el atardecer de nuestra vida se dibujan sus
siluetas, regalándonos un sabor especial de haber sido capaces de luchar por sacar adelante
esta tetralogía contra viento y marea. El amor debe ser el motor esencial de la vida. El amor
por el trabajo bien hecho produce una satisfacción interior formidable. Amor y trabajo
conjugan el verbo ser feliz. La cultura es libertad y plenitud y nos ayuda a entender la
existencia, en medio del caos y el bombardeo de tantas noticias de aquí y de allá. La amistad es
uno de los platos fuertes en el banquete de la vida: afinidad, donación y confidencia.
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